La escena fue así:
En la fiesta de Baby Shower de su primita en camino. Había mucha gente y poco espacio. Se organizaron varios concursos. Yo participé en algunos, como en el de tender la ropita con una mano mientras se carga al bebé en la otra y con los ojos vendados.
Para la siguiente ronda pidieron otros dos participantes.
—¿Quién quiere pasar?—
Octavio no tardó en alzar la mano diciendo ¡Yoooo!— y muy emocionado pasó.
Le expliqué de nuevo las reglas del juego.
—Octavio, escucha: tienes que cargar el muñeco con la mano izquierda y con la mano derecha vas a colgar la ropita en el tendedero y ponerle la pinza. Todo lo tienes que hacer con una sola mano y con los ojos vendados, ¿de acuerdo?—
Y empezó el concurso. Realmente me sorprendió verlo seguir las reglas, intentar realizar todo como debía hacerlo. No pudo evitar meter las dos manos y tratar de ver a través del paliacate... ¡Pero lo hizo como pudo! Yo estuve a su lado para irlo guiando y echándole porras. Por supuesto que el tiempo se acabó y ganó el otro concursante. No logró terminar pero estaba muy orgulloso por su participación. Yo muy emocionada lo felicité muchísimo. Todo pasó como una escena común y simple a los ojos de los demás, hasta escuché que alguien dijo que estaba haciendo trampa... Sólo vieron lo obvio.
No hubo fotos del momento, ni a nadie le resultó relevante por que lo importante sólo lo sabemos nosotros: que Octavio haya alzado la mano para querer participar en un concurso, que haya permitido taparse los ojos con el paliacate, que haya atendido las instrucciones lo mejor que pudo, que se haya concentrado en una actividad inhibiendo todos los demás estímulos: ruido, voces, gritos... Qué haya terminado muy feliz porque no le importaba ganar nada pero sabía que participar fue un esfuerzo enorme. Todo eso sólo se puede valorar si se sabe del camino recorrido para llegar a ese momento. "Lo esencial es invisible a los ojos".
No obtuvo ningún premio de consolación pero sí mi abrazo lleno de amor y orgullo. Me sigue dando sorpresas, de esas que me llenan de esperanza 💙
martes, 30 de julio de 2019
viernes, 5 de julio de 2019
A tiempo
Siempre he sentido que ando desfasada. A veces llego pronto y a veces llego después (casi siempre), a las cosas de la vida. Para los estándares hospitalarios, cuando nació Octavio yo era una primigesta añosa (qué molesta y desagradable etiqueta). Jamás, durante mi adolescencia ni en mis veintes hubiera deseado ni sido capaz de aventarme la enorme responsabilidad de ser madre.
Así que me convertí en madre a los 35.
Para esa edad ya muchas mujeres tenían hijos mayores y más de uno. Pero para mí era justo en el momento. Sin embargo, con el tiempo comprendí que más que por esa odiosa etiqueta de hospital que me hizo sentir tan cuestionada, ser una madre más joven tiene la ventaja de que hay mucha más energía para poder responder tanto a las necesidades de un hijo así como las laborales, las de la casa y las propias. Nunca se piensa en el tipo de circunstancia traerá la vida al convertirnos en madres y cuando se tiene un hijo de tan alta demanda (o con alguna discapacidad o condición), el gasto de energía y emocional es mayor. Y a veces es dificil seguir el paso. Quizá esa es la gran ventaja que yo le veo a haber llegado antes a la maternidad.
Yo me he ido sabiendo reponer de las situaciones. Trato de sacar energía, disposición y buena actitud para salir adelante y vivir lo más estable física y emocionalmente posible. He atravesado un proceso de aceptación de la condición de mi hijo y hoy puedo decir que estoy feliz por quien soy, por las cosas que he vivido, por las que nos faltan por hacer. Le he quitado el drama a mi maternidad (la de tener un hijo con autismo) y disfruto de él, de sus ocurrencias, de sus gustos, de su espectacular memoria, de su risa, de sus bailes, quiero lo mejor para él, busco que la sociedad comprenda su condición...
Cuando nació Octavio pensaba que cuando él cumpliera 10 años y yo por cumplir 46, seríamos una gran dupla. Un niño genial con una mamá madura, en una edad mágica con muchos destellos de juventud.
Toda esta reflexión es porque tengo canas, muchas canas. Desde muy joven me pinto el pelo, primero para verme diferente, con el pelo café, o violeta o rojo o totalmente negro. Y en estos últimos 9 años de ser mamá, mi cabello se ha ido poniendo cada vez más canoso. De nuevo, los estándares sociales, nos dictan que tener canas es de vieja, así que hay que ponerse el tinte cada mes para cubrirlas, negar su existencia. Y en todo este tiempo he sentido que no quiero verme "vieja" pero en ese afán, me he vuelto esclava como muchas mujeres, de los cánones de belleza occidental y de la mercadotecnia.
He decidido dejar de pintarme el cabello. O pintarlo gradualmente de forma que mi cabello se vaya viendo como naturalmente ya es, quizá se vuelva plateado y llegue en algún momento a ser totalmente blanco, quizá antes que muchas mujeres de mi edad. Estoy en este proceso de aceptarme como soy física y emocionalmente, en mis 45 años con los cambios a los que voy llegando, quizá antes, quizá a tiempo...
Mi madre decía que ella dejaría de pintarse cuando naciera su primer nieto. Hoy está por nacer su cuarto nieto y su primera nieta anda en sus 25 años... Y ella sigue esclavizada con los tintes.
Yo elijo la libertad. A tiempo.
Así que me convertí en madre a los 35.
Para esa edad ya muchas mujeres tenían hijos mayores y más de uno. Pero para mí era justo en el momento. Sin embargo, con el tiempo comprendí que más que por esa odiosa etiqueta de hospital que me hizo sentir tan cuestionada, ser una madre más joven tiene la ventaja de que hay mucha más energía para poder responder tanto a las necesidades de un hijo así como las laborales, las de la casa y las propias. Nunca se piensa en el tipo de circunstancia traerá la vida al convertirnos en madres y cuando se tiene un hijo de tan alta demanda (o con alguna discapacidad o condición), el gasto de energía y emocional es mayor. Y a veces es dificil seguir el paso. Quizá esa es la gran ventaja que yo le veo a haber llegado antes a la maternidad.
Yo me he ido sabiendo reponer de las situaciones. Trato de sacar energía, disposición y buena actitud para salir adelante y vivir lo más estable física y emocionalmente posible. He atravesado un proceso de aceptación de la condición de mi hijo y hoy puedo decir que estoy feliz por quien soy, por las cosas que he vivido, por las que nos faltan por hacer. Le he quitado el drama a mi maternidad (la de tener un hijo con autismo) y disfruto de él, de sus ocurrencias, de sus gustos, de su espectacular memoria, de su risa, de sus bailes, quiero lo mejor para él, busco que la sociedad comprenda su condición...
Cuando nació Octavio pensaba que cuando él cumpliera 10 años y yo por cumplir 46, seríamos una gran dupla. Un niño genial con una mamá madura, en una edad mágica con muchos destellos de juventud.
Toda esta reflexión es porque tengo canas, muchas canas. Desde muy joven me pinto el pelo, primero para verme diferente, con el pelo café, o violeta o rojo o totalmente negro. Y en estos últimos 9 años de ser mamá, mi cabello se ha ido poniendo cada vez más canoso. De nuevo, los estándares sociales, nos dictan que tener canas es de vieja, así que hay que ponerse el tinte cada mes para cubrirlas, negar su existencia. Y en todo este tiempo he sentido que no quiero verme "vieja" pero en ese afán, me he vuelto esclava como muchas mujeres, de los cánones de belleza occidental y de la mercadotecnia.
He decidido dejar de pintarme el cabello. O pintarlo gradualmente de forma que mi cabello se vaya viendo como naturalmente ya es, quizá se vuelva plateado y llegue en algún momento a ser totalmente blanco, quizá antes que muchas mujeres de mi edad. Estoy en este proceso de aceptarme como soy física y emocionalmente, en mis 45 años con los cambios a los que voy llegando, quizá antes, quizá a tiempo...
Mi madre decía que ella dejaría de pintarse cuando naciera su primer nieto. Hoy está por nacer su cuarto nieto y su primera nieta anda en sus 25 años... Y ella sigue esclavizada con los tintes.
Yo elijo la libertad. A tiempo.
lunes, 7 de enero de 2019
Mi Roma
Vi Roma dos veces. Unos días previos a su
estreno en Netflix la vi en el cine, solamente podría haberla visto en
el cine. Sigo digiriendo la experiencia visual y auditiva de la pantalla grande
y no tengo intención de volver a verla en la tele, la computadora y mucho menos
en el celular.
La primera vez la vi con Israel. En un horario sui generis para nosotros, era lunes, en
la matiné y con nuestro hijo en la escuela, lo que le daba un plus al disfrute
de la experiencia. Un día lluvioso y frío, como en blanco y negro, pero gozoso
y libre de ataduras laborales. Mi apreciación se fue mucho hacia la técnica, la
impecable fotografía, las composiciones y encuadres, la magnífica dirección de
arte, la magia del cine para retratar la estética de los años 70 con cada
detalle, los objetos, los juguetes, los muebles, los carteles, las vestimentas,
la música.
Una semana me la pasé hablando de la película en nuestras
caminatas matutinas por el Cerro. Leí la entrevista a Cuarón en Letras Libres,
entendí su proceso creativo para hacerla. Comprendí que Roma es una pieza artística de autor, que hurgó en su pasado y nos
convidó de él, presentándonos un retrato de familia en una época tan cercana
para mí y con tantas coincidencias.
La volví a ver con mi mamá unos días después. Sabía que
verla con ella, me iba a llevar, esta vez, a disfrutarla aún más del lado
emotivo. Esta vez ambas salimos del cine con la garganta hecha nudos, con la
voz entre cortada y el corazón desencajado. Porque Cuarón nos abrió la puerta
hacia un viaje directo al pasado.
A estas alturas, todo mundo ha hablado ya de sus Roma y sus Cleo. Ahora eso es un lugar común. Debí haber terminado este
texto antes de que me contaminara la experiencia con las cosas publicadas en
redes sociales, memes y comentarios, detractores o amantes de la película.
El hecho es que a mí, como a tanta gente, Roma me detonó muchos recuerdos de mi
infancia. Mi madre, trabajadora, divorciada y con tres hijos, enfermera y
maestra universitaria, siempre contó con otras mujeres que le ayudaban a llevar
la casa: tener limpio y ordenado, hacer la comida… Y, como si eso fuera poco,
apoyarla en la crianza.
Así tuvimos a Berna, a quien yo no conocí trabajando en
nuestro hogar, porque fue una muchacha de Tempoal que mi abuela materna le
recomendó a mis papás para apoyar a mi mamá en Xalapa, aún casada y con su primer
hijo de meses, Orlik, mi hermano mayor. Yo aún no nacía. Muchos años después
fuimos a visitarla y nos recibió su marido alcoholizado hasta caer al piso,
disculpándose por haberse echado solamente un
copetín. Ella sin embargo, nos recibió generosa y cariñosamente. El copetín se nos volvió referencia burlona
de niños.
No sé cómo fue que llegó Marti, pero fue quien me cuidó a mí
de meses y en mis primeros años, hay varias fotos en los álbumes maternos donde
se ve que era integrante importante de la organización familiar. A quien sí
recuerdo es a Sara, con quien iba a comprar el mandado al Mercado de la Rotonda
mientras sonaba en la radio algún éxito de Rigo Tovar. Después, cambiamos de
casa y Sara tuvo un hijito, Ricardo, con el que jugábamos hasta que tuvieron
que irse. Desconozco los motivos, pero sé por mi mamá, que mi hermano Karel le lloró
mucho rogándole lastimosamente que no se fuera.
Carmela nos cuidó en mis años preescolares. No sé si siempre
fue estricta. Hoy pienso que ella vivía sus propios dramas a los que debía
añadirle la enorme responsabilidad de acompañar, procurar, alimentar y cuidar
como propios, a tres niños que no eran suyos. Puedo justificarla hoy, poniéndome
en sus zapatos, pero me intentaba peinar restirándome o jalándome el cabello
que era largo, de forma brusca y con enojo. Como yo lloraba, mejor optó por
dejar de peinarme y llevarme despeinada al kínder. Yo veía a las niñas de mi
escuela muy lindas, con sus vestidos y coletas con un arreglo esmerado. Y me
veía a mí misma toda desaliñada. Insisto, Carmela hacía lo que podía, no lo
mejor. Esa responsabilidad no le correspondía, sin embargo creo que todos le
tuvimos cariño y seguramente mi mamá le estuvo muy agradecida, como a todas las
mujeres que le ayudaron con sus hijos, por poder tener en quien confiar mientras
ella salía a cumplir con su horario laboral como enfermera en el hospital o
como maestra de la facultad de enfermería.
Isidora llegó cuando yo tendría unos 6 o 7 años y estuvo con
nosotros muchos años. A ella le tengo un gran cariño porque para mí cubrió
varios papeles, desde una mamá sustituta, amiga, confidente, compañera, hermana
mayor. Me hacía muñecas de tela, las que más amé, junto con sus vestiditos en
la máquina de coser de mi mamá. Isidora es un ejemplo de perseverancia. De
origen indígena, de Ixhuatlán de Madero, en la Huasteca Veracruzana, mientras
estuvo en nuestra casa cumpliendo los roles que mi mamá le delegaba, estudió la
primaria, la secundaria, la preparatoria, la carrera técnica de Secretaria, la
carrera universitaria de Antropología social y creo que después, la Normal
Superior. Se fue a hacer su vida con su propia familia y a trabajar en las
comunidades como maestra. A Isidora la seguimos viendo por lo menos una vez al
año y para mí sigue siendo una mujer admirable a quien le tengo inmenso cariño.
Ya en mis años universitarios, estuvo en casa Doña Hilaria,
otra buena mujer, muy activa y con mucha iniciativa, que siempre me apapachó
dándome de comer lo que a mí me parecía la comida más sabrosa del mundo. Mi
mamá seguía trabajando y Doña Hilaria mantenía el equilibrio y orden de la
casa.
Nuestra madre se jubiló cuando yo ya recién terminaba la
Universidad y empezaba a trabajar. Luego, yo hice mi vida en pareja y
posteriormente tuvimos a nuestro hijo. Creo que mi mamá fue afortunada por
poder apoyarse con todas estas mujeres para poder conservar su empleo con el
que obtuvo los recursos económicos para sacarnos adelante, además de los
aportados por Dante. Tuvo mucha buena estrella para encontrar a estas mujeres que
fueron personas buenas con nosotros, que sin ellas, nuestras vidas hubieran
sido un poco más complicadas.
Yo me pongo en su lugar, en el de mi mamá y en el de Berna,
Marti, Sara, Carmela, Isidora y Doña Hilaria y creo que, teniendo un solo hijo
y una casa microscópica, yo no puedo abarcar todo, así que crece aún más mi comprensión
y admiración por ellas. Intentar ser madre, ama de casa, compañera, chofer y profesionista
al mismo tiempo es de lo más complicado y agotador. Seguramente no era cosa
fácil dejarle sus hijos a otras mujeres y seguramente no era fácil criar a los
hijos de otra madre. Pero las mujeres, todas estas mujeres mías, fueron nuestros muy importantes pilares y por lo menos a mí, me han dejado todas estas vivencias. Todas
estas vivencias que Cuarón, con su gran obra autobiográfica, Roma, me ha llevado a desempolvar.
Entonces,
el arte aquí, para mí, cumplió su función.
Anoche ganó Roma
el Globo de Oro, lo que me hace sentir feliz y agradecida…
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