Para Octavio y sus futuros mejores amigos
Siempre viví con ellos. Fueron mis compañeros de la infancia y la adolescencia. –Por favor, ma, que se nos quede este perrito, está bien bonito. Míralo, ya nadie lo quiere, va a estar mejor con nosotros- rogábamos hasta que la lástima hacía que en nuestra casa llegáramos a tener hasta siete u ocho juntos, de tamaños, colores y por supuesto, de muy distinto carácter. Llegaban a comer grandes cacerolas de cabezas de pollo y tortillas, consumiendo gas, energía y el bolsillo de la mamá sola que además de dar de comer a sus tres hijos tenía que alimentar a todos sus perros. Era la época en la que no había veterinarios de perros finos, de esos que ahora, los llenan de vacunas, gotas, champúes, ampolletas, vitaminas, cepillos de dientes y croquetas light, y que anotan todo en su expediente electrónico. No, los perros de mi infancia nacían y crecían sólo con nuestra atención y cariño, acaso sólo los llevábamos a vacunar en las masivas campañas contra la rabia, en las que una misma aguja era compartida entre varios canes desconocidos. Nunca se enfermaban, siempre estaban listos y animados para jugar con nosotros.
Eran parte central de nuestras vidas. Eran nuestros hermanos. Nos encantaba mandarles saludos por el radio. Era una fiesta de risas cuando escuchábamos al locutor mencionar sus nombres al aire –saludos a los niños Pupet, Pingüino, Nubia y Argos que junto con sus hermanos Orlik, Karel y Yarim, siempre nos escuchan- y les dedicaban la canción de “Los doce mulitos” de Los Yoyo. A la hora de sentarnos a comer, compartíamos el bocado a escondidas con ellos, y entre las historietas de Astérix que tanto molestaba a mi madre que leyéramos en la mesa y la música Los Beatles de fondo, les pasábamos clandestinamente pedazos de comida.
De entre todos siempre tuve especial conexión con la Poupette. Era una perra ratonera que le regalaron a mi mamá cuando nací. Crecimos juntas. Ella fue el origen de toda una vasta estirpe de perros criollos absolutamente nobles. Ya vieja, cuando se suponía no podría tener uno más, culminó con el Pequeño, su último hijo, que la hizo sufrir al nacer porque venía al mundo con sus patitas rosas por delante y ella ya no tenía fuerza para expulsarlo.
Era una perra sumamente activa, era la líder. Armaba su guerra de guerrillas y junto con la Nubia, el Chimino, el Olafo y el Albino, organizaba una cacería que no concluía hasta capturar las ratas que se atrevían a vivir entre la leña que Don José, mi abuelo, acomodaba con esmero en el patio trasero. Al final, quedaban todos los troncos tirados y todos los perros, agotados y sedientos, orgullosamente sentados junto a su lidereza y las ratas muertas.
Nada podía detenerla, excepto los días lluviosos con relámpagos y truenos, en los que parecía perder todo su valor matriarcal y se escondía aterrorizada debajo de las camas, donde se sentía segura de no ser alcanzada por esos estruendos y luces para ella inexplicables.
La Poupette murió el mismo año de mis quince. Para mí empezaba la vida y a élla ya no le alcanzó más para seguir haciendo latir su anciano corazón. Con su muerte conocí por primera vez el dolor de la pérdida. Conocí la tristeza de ver irse a un ser querido, porque eso era ella. Su funeral fue en mi jardín, que es un cementerio. Bajo cada árbol está enterrado un perro. En los pinos están el Orión y la Nubia. En la higuerilla está el Garufo, en la jacaranda está el Idéfix, en el haya la Chispa. Sólo me explico lo fértil de esa tierra porque está abonada con la materia de todos esos nobles seres que fueron nuestros mejores amigos.
De niña me creí la historia de que al morir tenemos que pasar por un río que nos llevará al descanso eterno y que un perro nos guiará para poder llegar con bien. Siempre me reconfortó la idea de que a mí no solo me acompañará uno sino que todos los perros que me acompañaron e hicieron feliz a lo largo de mi vida, me cuidarán al cruzar… Así no tendré miedo por no saber nadar … ellos seguirán ahí, fieles, junto a mi.
Que hermoso relato, no hay mejor compañía que un perro. Yo ten{ia una perra que se llamaba "Bacha", de hecho a{un vive y está en casa de mi mamá por que aqu{i nuestra casa es muy pequeña y con nuestro ritmo de vida es complicado, pero ella es feliz en el pasto, en los árboles de mi mamá y persiguiendo a las mariposas en el campo. Yo la extraño y pasó conmigo una etapa muy importante en mi vida: mi embarazo. Recuerdo que en las noches me levantaba con alguna pesadilla, asimilando mi nueva vida temoresa de muchas, cosas, ella se levantaba de la cama, subía a mi lado y me decía: Ey!! acá estoy, lamía mi cara y suspiraba junto a mi. Cuando nació mi hijo, era una especie de guardía, ahora no tanto por que mi hijo la persigue, quiere jugar con ella y no se deja tanto... pero aún así nos reconoce y siempre nos da pequeñas demostraciones de cariño. Ahora mi hijo y yo queremos un perro, pero estamos concientes de que necesita espacio, cuidados, atención y el amor estamos muy dispuestos.
ResponderEliminarSí! Es cierto, yo tengo un pug, se llama Chipo, y también lo tuve que dejar en casa de mi mamá por el espacio pero sí quiero que mi niño crezca con un compañerito canino. Estoy segura que crecer amando y respetando a los animales, nos hace mejores personas...
ResponderEliminarUn abrazo