I. Hipertensión Octavio está por cumplir dos meses. Nació el 5 de noviembre, casi quince días antes de lo previsto. Tuvo que nacer por cesárea ya que tuve un súbito aumento de mi presión arterial. Sin duda, su nacimiento será una experiencia inolvidable. Yo estaba mentalmente preparada para recibirlo en un parto natural, la cesárea no era una de las opciones que visualizaba como posibilidades. Es quizá por eso que me sentí tan triste y frustrada, al ver que, en la recta final de mi embarazo, mi presión arterial se disparó, lo que provocó que los médicos decidieran que era urgente la cirugía, por el bien de los dos.
Todo el embarazo estuve muy activa, llena de cosas que hacer. Buena parte del año, de febrero a septiembre estuve en un Seminario de la Incubadora de Empresas, donde aprendí a estructurar el proyecto de negocio del que Israel y yo queremos vivir. Después, de la mitad del año en adelante, por fortuna, se intensificó el trabajo de diseño que desarrollo de manera independiente. Claro, que con mi embarazo encima y mucho trabajo, me cansaba el triple y me costaba mucho terminarlo. Sin embargo, me preocupa mucho quedar mal, así que, con todo y el estrés y ansiedad por combinar trabajo y embarazo, traté de salir de todos mis pendientes.
Así llegó noviembre, donde esperaba tener por lo menos quince últimos días de relajación total, previos al parto. Me fui esos días a casa de mi mamá, para comer bien, estar monitoreada por mi mamá, dormir y prepararme para recibir al bebé. Todo eso, claro, lo haría cuando terminara los diseños pendientes. Pero no, no me dio tiempo. Nunca dejé de trabajar ni pude relajarme como quería. Al contrario, tal vez tanta actividad contribuyó a que me subiera la presión.
La tarde del 4 de noviembre fui a mi cita de control prenatal en el IMSS, donde el doctor me advirtió que estaba en el límite normal, pero que si me subía, tendría que irme a urgencias a que me controlaran allá. Yo sólo me sentía cansada y bastante estresada porque me urgía terminar el trabajo. Durante la noche mi mamá me estuvo monitoreando y fue que vimos que, en vez de bajar y estabilizarse, mi presión iba en aumento. Claro, eso me empezó a alarmar y mi mamá por supuesto que sabiendo lo grave que puede ser este problema en el embarazo, me dijo, que en la mañana nos iríamos temprano al Seguro, para que ellos me revisaran.
Nos fuimos pero yo pensaba que regresaríamos, que sólo me revisarían, me darían medicamentos, me recetarían reposo y que me estabilizarían para esperar al 18 de noviembre, que era la fecha probable del parto. Cuando llegamos me di cuenta de la frialdad con la que sería tratada puesto que lo primero que nos dijeron es que faltaban papeles, sellos y firmas, para comprobar la vigencia como derechohabiente. Me dijeron que me sentara y esperara a que me llamaran. Y cuando vinieron a decirnos que sólo me podría quedar yo, pero sin acompañantes, fue que se me empezó a partir el corazón, ya que mi mamá siempre ha sido mi gran apoyo y no quería separarme de ella en ese momento. Ella tuvo que salirse y se fue a sentar afuera del hospital, en una banca. Yo, me puse mi Ipod y traté de relajarme escuchando la selección de música que le ponía al bebé desde la panza. Pero todavía pensaba:
pobrecita de mi mamá, que está allá afuera, cuando deberían dejarnos estar juntas… pero en cuanto me atiendan nos regresaremos a la casa. También, al ver a la persona de la recepción cómo les hablaba a las otras mujeres que esperaban ser atendidas y cómo veía el movimiento, bastante frío e impersonal, pensaba que en cuanto saliera de ahí trataría de convencer a Israel (que estaba en un curso intensivo en Veracruz) de que nos decidiéramos por la atención del parto de manera particular, con el ginecólogo conocido de mi mamá en el CEM o con la Dra. Rocha, mi ginecóloga, porque aunque habría que pagar una cantidad considerable de dinero, sabía que ellos no me dejarían pasar por ese acontecimiento sola. Que le permitirían a mi mamá estar en el parto y que Israel podría acompañarme y apoyarme la mayor parte del tiempo hasta que diera a luz. Así es como yo visualizaba todo.
Después de un rato me llamaron a la consulta. Me hicieron las preguntas necesarias y me tomaron la presión y ya estaba altísima. La doctora que me recibió se alarmó de por qué no me habían mandado a Urgencias desde la tarde anterior, cuando ya me habían detectado el problema. Entonces me dijo que me iba a quedar en observación. Me pidieron que me desnudara, que me quitara todo, aretes, cadenas, los lentes y que me pusiera la bata helada que estaba colgada en un baño oscuro y frío. Salió la enfermera a llamar a mi mamá para avisarle que me quedaría internada para monitorearme a mí y al bebé y para que recogiera mis cosas. Y le dijeron que se esperara ahí, pendiente de cualquier llamado que le hicieran para darle noticias mías.
Ya con los ojos inyectados, por la presión alta pero también de lágrimas contenidas, le dí a mi mamá todas mis cosas y le pedí que le avisara a Israel lo que estaba pasando, para que supiera que me iban a hospitalizar. Lo que más deseaba en ese momento era estar con ellos dos, mis más grandes apoyos, pero no, fue cuando caí en cuenta de que viviría todo sola, sin poder ver bien porque sin lentes veo todo borroso, angustiada, preocupada por el bebé y por mí, en una sala de hospital, donde de inmediato me acostaron, me pusieron suero donde me empezaron a pasar medicamentos y donde tenía de vecinas en pleno trabajo de parto que gritaban por el dolor de las contracciones. En fin, que era un ambiente que de ningún modo podría ser relajante.
Traté de calmarme. De cerrar los ojos, de estar tranquila y esperar que la medicina hiciera su efecto para, todavía creía que podría, irme a la casa con el tratamiento y las instrucciones para esperar los quince días que le faltaban al bebé para nacer. Había mucho ruido, mucho movimiento, había música –cuando escuché a Cranberries pensé que por lo menos esa música me agradaba-; había gritos, el ruido incesante de una máquina de escribir con la que hacían los expedientes de las mujeres que estábamos internadas. Así empezaron a pasar las horas. Distintos médicos hicieron mil veces mi historia clínica. Respondí varias veces los mismos cuestionarios. Me tomaron la presión con mucha frecuencia y esta fluctuaba entre la normalidad y se disparaba de nuevo, sin lograr estabilizarse. También escuchaba cómo daban su primer grito los bebés que nacían. Cada vez que los escuchaba, se me hacía un gran nudo en la garganta y me corrían las lágrimas. En la música de fondo empezó a sonar la 1812 de Tchaikovsky, y lloré en silencio acordándome de lo felices que fuimos Israel y yo en nuestro último viaje a Nueva York, cuando nos tocó escuchar a la Filarmónica en Central Park, enamorados disfrutando de la música y de los fuegos artificiales al final de la 1812.
Hasta ese momento me controlaba mucho para no llorar. Me daba pena que me vieran, pero me sentía triste, sola, angustiada y con taquicardia. Para entonces estaba ya verdaderamente preocupada. Me dolía terriblemente la cabeza y conforme el día empezó a pasar me iba angustiando más y más. Una gran nube de pesimismo me invadió. No podía dejar de pensar en Martha Luna, mi compañera del trabajo, que falleció dando a luz a sus gemelas el año pasado. Me empezó a entrar un miedo terrible, pensando lo peor y lo triste que sería para mi familia, sobre todo para mi mamá y para Israel, si una tragedia así sucediera. Pensaba que no quería morirme, que no quería causar tanto dolor a mis seres queridos, quería, en todo caso, hablar con ellos y no irme sin despedirme. Pensaba porqué tenía que estarme pasando este problema de la hipertensión, si durante todo el embarazo había estado muy bien. También me angustiaba que mi mamá e Israel tenían ya muchas horas sin saber de mí. Nadie les daba noticias mías y estaba muy preocupada pensando en que ellos estarían seguramente muy preocupados también. Fue hasta entrada la tarde que uno de los médicos, de mayor jerarquía que los demás, estudió mi historia clínica y decidió que me operarían, puesto que no ya era muy riesgoso para mí y para el bebé continuar con el embarazo teniendo hipertensión. Me dijeron que me prepararían para la cesárea.
Para mí fue muy impactante puesto que, pese a que sabía que siempre puede haber situaciones por las que se tenga que recurrir a una cesárea, yo nunca visualicé como una posibilidad real que mi hijo tuviera que nacer por así. Yo estaba mental y físicamente preparada para el parto natural y nunca pensé en que las cosas sucedieran así. Una mala jugada de mi salud. Todos dicen que por mi edad, que por eso era un embarazo de alto riesgo. Pero como todo fue muy bien durante los meses de gestación yo creía que tendría a mi bebé en la fecha en la que lo esperaba, sin complicaciones y apoyada por mi mamá en el parto, como lo hizo cuando nacieron Oriana y Nadia. Y no, todo estaba saliendo muy diferente a como lo imaginaba y estaba invadida de miedo.
II. El abrupto nacimiento
Yo ya estaba deshecha. Lloraba de miedo y de tristeza. Una enfermera me dijo que me calmara, porque todas mis emociones le afectarían al bebé y mi presión no se controlaría, pero ya no podía controlarme. Me preguntó si era creyente. Se sorprendió mucho cuando le dije que no. Yo lloré más porque yo no tengo un Dios del cual asirme. Ella me dijo entonces que no importaba, que de todos modos le pidiera por mi y mi bebé, para que todo saliera bien. Para entonces, mi mamá logró que la dejaran pasar y desde la puerta de la sala, me habló y verla me tranquilizó, pero le dije que yo no quería que las cosas estuvieran pasando así. Con la ayuda de una enfermera ex alumna suya, me logró pasar el teléfono para que yo pudiera hablar con Israel. Cuando hablé con él le dije, llorando, que me iban a operar. Él seguía en Veracruz y estaba muy preocupado porque no había logrado hablar con mi mamá para informarse sobre cómo iba todo. Escuché su voz quebrarse porque estando allá, sólo quedaba esperar las noticias de cuando saliera de la operación. Trató de darme ánimos, yo traté de dárselos a él. Le dije a mi mamá que yo quería que todo hubiera salido bien, no así. Ella me dijo que todo saldría bien, que me iban a operar y que en un rato ya tendría al bebé conmigo. Me pidió que me calmara, que estuviera relajada. Me dieron un tranquilizante porque me dormí. Me desperté después de un rato. Ya se había hecho de noche y ya habían cambiado el turno.
Se me acercó una figura conocida, como veo borroso la distinguí hasta que estaba muy cerca de mí. Era Martha, mi prima la internista, que me dijo que había logrado que la dejaran pasar para ver cómo iba todo. La vi hablar con el médico que me operaría, que le explicó que ya no lo haría él, porque no había quirófano disponible y que tuvo otras cirugías y ya no le dio tiempo. Que esperaría un rato más para que me operara el equipo del turno nocturno. Martha me contó que afuera estaba mi mamá con Tere y mi tía Alicia, esperando noticias mías pero que ella les avisaría que yo estaba tranquila y que en un rato más se haría la cirugía.
La anestesista, una doctora muy jovencita, me explicó los pasos para la anestesia, la epidural y las sensaciones que tendría. Ya era entrada la noche cuando me llevaron hacia el quirófano. Yo temblaba, más de miedo que de frío. Le pedí a ella que me diera la mano, lo que no hizo. Me apena decir que no soy valiente. Tenía mucho miedo. Tenía la sensación de que algo malo pasaría durante la cirugía. Ella, con firmeza, me hablaba para que me tranquilizara. Me hormigueaban las piernas y sentía taquicardia. La doctora me decía que era el efecto de la anestesia. Seguramente me dieron un calmante porque me empecé a sentir por fin tranquila y adormilada.
Se me quitó el frío. Cerré los ojos y escuchaba al ginecólogo y a la pediatra mientras trabajaban conmigo. Después de varios minutos escuché el ajetreo de que el bebé ya había nacido. “Está bonito”, dijo el doctor mientras el niño daba su primer grito. Sonreí y más lágrimas rodaron por mis mejillas. Ví, cómo se lo llevaban a una mesita en la misma sala para limpiarlo y valorarlo. La anestesista me dijo que le estaban haciendo examenes y que enseguida me lo traerían a enseñar. Yo volteaba mi cabeza hacia donde lo tenían pero no alcanzaba a verlo. Para entonces lo que hacían conmigo había pasado a segundo plano. Sólo quería saber cómo estaba el niño. Después de un rato me dijeron que él era mi hijo, que nació a las 22:38, que pesó 3 kilos y midió 47.5 cms; además que lo habían valorado y que había respondido bien, con un Apgar de 8,9. Todo lo anotaron en dos pulseras, una para mí y otra para él, para identificarlo de inmediato. Me lo acercaron por fin. Le dí la bienvenida: ¡Hola mi niño!
Siempre he creído que los bebés nacen feos e hinchados, pero yo al mío desde ese momento lo ví bien bonito. Me sorprendió verlo tan blanco y con muchos vellitos en su carita y con mucho cabello muy negro. Me dijeron que se lo llevarían a bañar. Me despedí de él con un beso. Los médicos me felicitaron. Yo me sentí muy adormilada y apenada con ellos por ser tan llorona, pero no pude darles las gracias ni nada porque me quedé dormida. Entre sueños escuché a mi prima hablando con el equipo del quirófano cuando terminaron de operarme y que me llevaban a la recuperación. Yo, ya contenta, me dejé caer en un sueño profundo, tranquila porque ambos, el niño y yo habíamos salido bien.
III. Mamá “Mamá despiertate ya que tu niño ya tiene mucha hambre”, me dijo la enfermera de la sala de recuperación, mientras yo escuchaba a lo lejos el llanto inconsolable del bebé. Me dijo que me lo pasaría para que le diera de comer y me explicó cómo tenía que agarrarlo para empezar a amamantarlo. El primer contacto que tuve con él fue muy emocionante, porque por fin era real, tenía en mis brazos a mi hijo, chiquitito y al que yo debía de proteger y saciar su hambre. No me cansaba de verlo y me empeñaba en que pudiera pegarse al pecho para que pudiera comer. Como nació un poco antes de tiempo le costó mucho trabajo aprender a pegarse al pecho pero ambos lo intentabamos con muchas ganas. Yo estaba cansada todavía, pero en ese momento comprendí, la famosa frase de “nada será igual” porque tenía miedo de quedarme dormida y que el bebé se me cayera de la camilla donde estabamos, así que el sueño ya no fue profundo, una parte de mi se queda, desde entonces, en vigilia.
Después de unas horas vinieron por nosotros para llevarnos ya a una cama del hospital, ya era de madrugada, las 5 o 6 talves. Cuando amaneció me dijo una enfermera que le llamarían a mi familiar para que le trajera ropita al bebé y que lo vistiera. Mientras seguía pegadito a mí para darle calor y leche. Pasado un rato escuché por fin entrar a mi mamá a la habitación. Volví a llorar. Nos emocionamos las dos porque, ese bebito tan chiquito y bonito nos convirtió, desde ese día en mamá y abuela. Un lazo de comprensión, amor y agradecimiento más profundo me une a mi mamá desde entonces. Bien dicen que no se comprende a la madre hasta que una misma se convierte en mamá...
Continuará...
Octavio a los tres días de nacido, el día que llegó a casa